El mensajero de Margarita Hans Palmero

El mensajero de Margarita Hans Palmero

EL MENSAJERO 

MARGARITA HANS PALMERO

Tuvo lugar mi nacimiento una noche de tormenta; en la que el cielo parecía querer romperse mientras la tierra se ahogaba. Madre era mujer callada, pero resuelta, que en aquella noche gritaba, retando a la misma furia del trueno, mientras padre farfullaba incoherencias ahogadas en tinto barato.

La aldea era pequeña, casi desierta, y los gritos de madre se escucharon desde cada pequeño rincón. Fue un parto prematuro. Así lo decidió el destino, la prisa, y quizás, «la maldición». 

Lo cierto es que, lo que en principio se preveía como un parto sencillo, arrebató la vida a madre. En el mismo instante en que yo abría los ojos por primera vez, ella los cerraba. 

Y padre… padre decidió que aquella situación era demasiado penosa para él. Ni tan siquiera me miró antes de cruzar la puerta, para no regresar jamás.

Para él, yo era el culpable de la muerte de madre.

Ni tan siquiera recibí el regalo de un nombre, siendo tía Aldara, hermana mayor de madre, quien decidiera que me llamaría Anxo. 

Sí, Anxo, «el mensajero». 

Tía Aldara siempre fue mujer de misterios. De poca carne sobre los huesos, alta en demasía, rostro enjuto y pelo largo, siempre peinado con tirantez hasta sujetar al más indomable de sus rizos. Jamás le conocí varón, ni tampoco falta alguna en su corta vida, pues corta fue, al morir a los cuarenta y dos años. De ella se escuchaban letanías en la aldea, rumores y cuchicheos propios de alcahuetas aburridas, donde tía Aldara, según las malas lenguas… volaba a lomos de una escoba y emitía gritos de placer en las noches de luna llena. 

Había quien, incluso, había jurado que la habían visto yacer con seres abominables y diabólicos. Igual por eso yo jamás le había conocido amante, pues no creía, por aquel entonces, en su existencia.

La gente decía que, por todo ello, Aldara había sobrevivido a «la maldición». La llamaban «La Meiga», de forma despectiva, y aludían a que madre no lo era y por eso tuvo que morir. Y es que de todos era conocido lo que ocurrió cierta noche, mucho tiempo atrás… suceso del que yo no tuve conocimiento hasta la triste noche en que la vida de tía se apagaba. 

El silencio se hacía en las calles a mi paso y algunos de mis vecinos hacían la señal de la cruz, mientras recitaban una extraña letanía que yo nunca tuve a bien de poder escuchar. Solo algunas palabras sueltas parecían quedar flotando en esa bruma que gusta de cubrir las calles gallegas… «Santa Compaña».

Tía Aldara se apresuraba en hacer callar las lenguas viperinas, pero estas seguían siendo bífidas y sueltas, volviéndose implacables cuando una extraña enfermedad se apoderó de ella. 

Comenzó a perder peso de forma inexplicable. Su bello rostro dibujó círculos oscuros bajo sus ojos y los pómulos de tía empezaron a pronunciarse. Siempre fue mujer delgada, es cierto, pero en su rostro resplandecía el color de la salud y su piel, a pesar de ser pálida, era hermosa. Mas ahora se veía apagada, sin brillo, las venas marcadas y los labios resecos. 

Su cabello perdió las formas y su cuerpo se engarrotó como si fuese el tronco de un árbol viejo y retorcido. Se levantaba agotada y presa de un cansancio tan atroz que me hizo temer por su vida. Insistí en llamar al doctor, pero ella me dijo que era inútil. No entendí sus palabras en aquel momento.

—Vienen a por mí, Anxo. Lo que no pudieron llevarse hace dieciocho años les pesa. Vienen a por mí. 

—¿Quiénes, tía? ¿Quiénes vienen a por ti?

—Los muertos…

En poco más de cuatro días, tía Aldara había pasado de ser una mujer salvaje y vital a ser un esqueleto postrado en cama que, aun así, miraba por la ventana llorando y temiendo a la noche. 

Mi incertidumbre crecía, y quizás por ello, decidió al fin compartir conmigo aquel secreto, que tan bien había custodiado durante toda mi existencia. 

Me reveló el misterio de aquella noche de la que todos hablaban a escondidas. La noche, en la que, según ella, la muerte la visitó. 

En su voz había resignación al narrar un suceso insólito que pensé eran delirios propios de la agonía. Compartió conmigo el hecho de que el mismo día que madre descubrió que yo crecía en su interior, en una noche de luna clara, ambas hermanas sufrieron una visión terrorífica. Se encontraron frente a frente con una extraña procesión de ánimas errantes que firmaban sentencias de muerte. 

Me contó de forma entrecortada, cómo madre y ella enfrentaron aquel instante. Madre se llamaba Aine, que significa «resplandor». Y según tía Aldara, así era ella: un sol de la mañana que traía alegría y luz a todos cuantos la rodeaban. 

Tía Aldara me confesó que ella jamás creyó demasiado en esos cuentos para no dormir... hasta aquella noche en la que ambas cruzaban por el bosque para llegar a la aldea. Madre se había enterado de su embarazo y deseaba compartirlo cuanto antes con mi padre, que también, según tía Aldara, era un vago, un rufián y un hombre sin oficio ni beneficio.  

Ambas se internaron en lo más profundo del bosque, en la noche mágica de todos los Santos, acelerando el paso asustadas, por algún que otro sonido extraño de tierra que cruje y hojas que se agitan sin explicación. 

Primero fue el viento que aullaba inquieto. Después, ese intenso olor envolviéndolas en la noche, y al fin, lo que ninguna esperaba. De frente y en silencio, una escalofriante comitiva cruzaba el bosque, portando luces que podían apreciarse desde la lejanía, unidas a un arrastrar de pies y lamentos perdidos.

Ambas hermanas no podían dar crédito a lo que sus ojos le mostraban. El pánico casi las paraliza, hasta que tía Aldara recordara al fin qué hacer. Con premura, dibujó un círculo en el suelo, introduciendo los dedos en la tierra; se tumbó dentro de él, apoyando la cabeza en la tierra y empujando a madre a hacerlo también. 

Los temblores propios de enfrentar la muerte, mezclados con el fuerte olor de la cera y el tintineo de grilletes, hicieron que tía pegase la frente al suelo y cerrase los ojos con fuerza. Pero madre, siempre curiosa y escéptica, se levantó del suelo, incapaz de apartar la mirada de aquella macabra procesión. 

Por ello, tía decía que yo no era responsable de su muerte, sino una víctima más de aquel desgraciado encuentro, con la conocida por todos como la temida Santa Compaña. 

Meses después de esa noche mi madre moría, al dar a luz. Tía Aldara juró que el dolor que sentía era tan fuerte por la pérdida de su única hermana, que no permitiría que la sangre de su sangre no lograra sobrevivir. La tradición decía que, a lo sumo, un año de vida era lo que la Santa Compaña permitía a aquellos que habían sido testigos de su presencia. Y yo, aunque en el interior del vientre materno, lo había sido. 

Temerosa de ello, rogó al sacerdote que me ungiera de inmediato con el sagrado sacramento del bautismo; no fuera a ser que, en aquella noche de amargura, llanto y pérdida, algún ser del otro mundo me reclamase.  

De esta forma, el sacerdote, hombre septuagenario, delicado de salud, nariz siempre roja por el vino consagrado y sin consagrar que le calentaba en las noches de invierno, temerario de las leyendas y supersticiones de nuestra tierra… utilizó el mismo aceite con el que ungiera el cuerpo sin vida de madre para bendecirme como hijo de Dios, en un acto privado que solo quedó entre él, y tía Aldara. 

—Mi querido Anxo, te ungió con aceite de difuntos. ¿Cómo iba yo a saber entonces que ello te ayudaría a que pudieses verlos mejor? Guárdate de la Santa Compaña… — eso fue lo último que tía acertó a decirme antes de entregarme, a su vez, un pequeño crucifijo plateado que me hizo jurar que colocaría sobre mi piel.

Solo un día más vivió después de aquella revelación, sorprendiéndome que, a pesar del cansancio y su estado tan avanzado en la enfermedad, hubiese hojas en el suelo y barro con la huella de su pisada. ¿Acaso tía había salido en la noche? Eso era del todo imposible teniendo en cuenta su debilidad. 

Más no pude preguntar sobre ello, pues al llegar el alba, lo que quedaba de la hermosura que tía había representado, ahora un mero esqueleto con algo de piel, me miraba a través de esas grandes cuencas que ahora eran sus ojos, para suplicarme un último favor….

—Guárdate de la Santa Compaña…

Jamás supe si aquella visión aterradora de tía hablando en aquel estado, fue real, o un producto de mi febril imaginación. 

Tras el sepelio de tía Aldara, la obsesión me llenó por completo e investigué todo lo relacionado con esa extraña procesión que pude hallar. Testimonios, superstición, leyenda… Lo cierto es que, para mí, no era más que una fantasía.

Aun así, porté el crucifijo sobre mi pecho. 

E investigué, sintiendo por momentos que esa fantasía se cubría de realidad. Descubrí que ese círculo del que tía me habló había de ser trazado con una rama de olivo. También descubrí que, si había un cruceiro cercano, este podía salvarte la vida. Así como que no podías aceptar ningún objeto que te ofrecieran los espectros. Y, quizás, lo más importante. Al frente de esa comitiva, siempre iría una persona viva. Alguien que no recordaría nada a la mañana siguiente y cuya vida se consumiría con lentitud, apagándose como una vela extinta. 

Tía Aldara había sido esa víctima. Y por ello, me había regalado la cruz. Para que, en caso necesario, pudiese mostrarla al condenado y decirle que yo ya portaba la mía propia. De esta forma tan sencilla, me dejarían en paz. De esta forma tan sencilla, salvaría la vida. Era fácil.

Quizás, demasiado fácil.

A pesar del dolor y la tragedia, la luz llegó a mí a través del amor. Es asombroso cómo el amor puede derribar las barreras más gruesas. En mi caso, llegó a través de la mirada suave de una mujer: Mariña. 

Mariña era una joven de amplia sonrisa y fuertes convicciones. Una chica que gustaba de leer a Poe y también a Dickens. Alguien que entendía la mente atormentada de un poeta inmerso en el anonimato, pero poeta, al fin y al cabo. 

Las risas empezaron a tintinear en mi vida y también la frescura de una fragancia femenina que inundaba mis sentidos y me hacía sentir fuerte. 

Mariña era todo. Era mi ilusión y mi objetivo. Mi luz, mi camino, mi salvación. 

Jamás había estado yo con mujer alguna en el sentido amoroso y Mariña fue la primera. Un amor que me desbordó con tal intensidad que dediqué cada minuto de mi pobre existencia a engalanarla con la mejor de las ofrendas. A amarla.

Tardes de rosas y vino. Noches de satén. Así quedó un poco oculto el recuerdo de tía Aldara, y la pesadilla que aquella noche compartió conmigo.

Solo podía pensar en vivir. En resurgir. Junto a Mariña descubrí que estar vivo era algo más que respirar. Descubrí que no solo se trataba de pasar un día tras otro. Los segundos contaban y la piel ardía. Los fantasmas callaban al fin.

Y yo me sentí hombre por primera vez en mi vida. Hombre libre. 

Qué lejos de la realidad aquella afirmación…

Y que cercana la pesadilla.

No tardó mi amor, mi vida, mi luz, mi fuerza… no tardó mi Mariña, en decirme una mañana, así, sin más, que no se encontraba bien.  

Al principio no le di importancia. Sin embargo, luego me preocupé al observar como el velo del atardecer cubría de sombras su rostro. Una oscuridad leve teñía sus párpados, y proyectaba fantasmas bajo sus ojos. La liviana palidez de sus labios, la frialdad de sus manos entre las mías. Lo cierto es que, en mí, se encendió la antorcha de la angustia. 

Mariña era mujer extraña y solitaria, al fin y al cabo, como los personajes de aquel que ella tanto adoraba leer… su Edgar Allan Poe. 

Le pedí, le rogué, la convencí… para que esa noche se quedara a dormir a mi lado.  

Y aceptó. 

Me dormí con la sonrisa en los labios, seguro de salvaguardar al amor de mi vida, estando ella a buen recaudo entre mis brazos. Me dormí sintiendo la curva que dibujaba su cadera al nacer de su cintura. Percibiendo el suave aroma de su aliento coronado por la suavidad hermosa de unos pechos turgentes, que descansaban sobre el mío.  Mi mirada perdida en la suya y en ese óvalo perfecto y maravilloso, lleno de vida y alegría, que siempre devolvía mi mirada con otra cuajada de estrellas. 

Acaricié su larga melena oscura y sentí, durante un instante, un fogonazo en mi mente capaz de traer a mi recuerdo el de otra mujer de largos cabellos oscuros. Ojalá hubiese sido madre, pero de ella guardaba pocos recuerdos ajenos a una fotografía que tía había dejado presidiendo la encimera de la chimenea. La mujer que invadió mi recuerdo y durante un instante, incluso, se dibujó en el rostro dulce de mi amada, fue el de tía Aldara… la siempre misteriosa tía Aldara. 

No estoy seguro si me despertó aquel frío contacto que sacudió mi cuerpo, o tal vez, esa caricia que yo sabía no era humana. La verdad es que algo rozó mi rostro, algo ausente, casi etéreo. Lo cierto es que desperté de mi profundo sueño ausente, para observar, sentándome en la cama de repente algo confuso, que Mariña no yacía a mi lado. 

Algo en mí se agitó y me levanté con premura. El corazón acelerado y una sensación de fatiga en la boca del estómago. La llamé, grité su nombre y la busqué en cada recoveco de casa.  

La ventana estaba abierta y un frío viento se había levantado, jugando con la cortina que se elevaba por los aires como si de un espectro se tratase, retando a la gravedad y haciéndome caer en la cuenta de que, tal vez, fuese la cortina el «alguien» que yo pensé me había despertado. Me acerqué a la ventana para cerrarla, pues el frío me estaba envolviendo como la mortaja envuelve al difunto. Así me sentí en aquella noche extraña. 

Y fue entonces, solo entonces, que la vi. Allí, estática, frente a la ventana, una figura de mujer con una prenda que bien podía ser los restos de un sudario. Su cuerpo trasluciéndose, las formas dibujadas, y los contornos marcados bajo aquella prenda que parecía querer deshacerse en un instante. 

Recordé que era noche de difuntos y durante un segundo me alivié pensando que era un disfraz. Quizás fue el destino el que quiso ponerme a prueba, y de forma sencilla, dejó ondular en aquel frío viento el susurro de una voz que ya no debía ser escuchada y que hizo que un escalofrío intenso me recorriese.

—Guárdate de la Santa Compaña…

Sentí una punzada en el pecho y un ligero mareo, mientras aquella que reconocí como tía Aldara me indicaba que la siguiera, adentrándose en aquella espesura que a pocos metros se dibujaba como el bosque. 

El rugido del viento se intensificó, colándose su frío helado como garras que aprietan por rendijas de puertas y ventanas mientras yo, salía al exterior. 

Mariña llenaba mi pensamiento y alimentaba mi angustia; mientras mi mente le preguntaba a mi corazón, si aquella figura que había visto en la ventana era o no real. Grité su nombre con la fuerza de la desesperación y me adentré en la boca del lobo. 

No tardó el viento en calmarse mientras el propio sonido del bosque callaba. Un tintineo constante y metálico se escuchaba como una letanía, junto a un olor intenso a cera que envolvía mis sentidos. Me sentía hipnotizado, incluso mareado, y a la vez, anclado al suelo. El temblor recorriendo mi cuerpo entero al percibir, de pronto, cómo un escalofrío me recorría por entero y mi corazón se disparaba al divisar unas luces que se acercaban en silencio. 

La Santa Compaña…

No. No era posible que aquella leyenda, fruto de la imaginación desbordante de seres débiles, fuese un hecho concreto. Claro que no. Me quedé anclado al suelo mientras poco a poco mis ojos, acostumbrándose ya a la escasez de luz, me permitieron percibir algo macabro. Una extraña comitiva dirigida por alguien que portaba una cruz y lo que, desde la distancia, parecía ser un caldero. Tras esa figura, pequeña y blanca, la silueta de una gran figura oscura y terrorífica que abría lo que sin duda era una procesión espectral de largas túnicas negras, con caperuzas puntiagudas, portando velas e inundando todo a su paso con un olor a cera y muerte. 

Sentí como mi piel se erizaba y busqué con qué dibujar un círculo en el suelo, alegrándome por primera vez en mi vida de portar aquel ridículo y pequeño crucifijo que ahora podría significar la diferencia entre la vida y la muerte. 

Sentí mi piel sudada a pesar del frío y noté como mis manos temblaban mientras intentaba dibujar un círculo que parecía más bien una broma; mientras aquellas almas se acercaban cada vez más y más y más… sintiendo que era el momento de tumbarse con la frente pegada al suelo y cerrar los ojos. Y así lo hice, preso del terror más puro, sintiendo cómo, sobre mi rostro, los harapos impregnados en olor a muerte de aquellos desgraciados iban pasando uno tras otro como si levitasen sobre mi persona. 

¿Acaso era su deseo que yo no pudiese controlar mi miedo? Tal vez esperaban que, angustiado, levantase la mirada, para así, sin más, coger mi alma y llevarla con ellos. 

Pero yo había decidido aguantar y así lo hice… hasta que percibí un perfume conocido, una fragancia propia del cuerpo de mi amada. 

Incrédulo, no pude reprimir la curiosidad y abrí los ojos, para observar, horrorizado, cómo al frente de la comitiva, el sujeto que se suponía «vivo», se había detenido justo a mi lado, intentando, incluso con su mano fría y terrorífica, llamar mi atención. 

No tardé en distinguir aquella mirada que tanto bien me aportaba, vacía ahora de belleza y vida, en aquel ser condenado que encabezaba la macabra procesión. Mi Mariña. Mi dulce y amada Mariña, era la condenada a portar la cruz y el caldero hasta que la muerte la abrazase…

Me faltaba el aire, sentía vértigo y asfixia, mientras en un instante que no puedo catalogar más que como un suceso de locura, uno de los espectros de la comitiva giraba su rostro hacia mí. Ojos espeluznantes, blancos huesos y devastación en un rostro que, para mí, no podía ser más terrorífico. Ningún rastro de reconocimiento en su mirada, salvo por el hambre que de pronto se dibujó en su mirada siniestra. Era sin lugar a dudas, tía Aldara… A su lado, otra mujer respondía ante mi presencia. Y aquella… solo podía ser madre. 

Fue en ese instante que comprendí que ese era el futuro que aguardaba a mi dulce amor, a mi Mariña, que en una especie de hipnosis portaba aquella cruz, acercando su cuerpo al mío, sin ser consciente de que era yo, su Anxo, quien la miraba con una súplica en la mirada. Solo veía una víctima más, alguien que si caía en su hechizo y le sostenía la cruz… la liberaría. 

Y con ese convencimiento susurró aquellas palabras temidas.

—¿Me llevas la cruz?

El llanto hizo presencia al fin, sintiendo que iba a desmayarme. Por mi mente atravesó en tan solo un instante un breve recuerdo de ausencias y desvaríos, unido al convencimiento borroso de la existencia de un cruceiro a pocos metros del lugar. 

No dije nada, aunque con el temblor dominando mis manos, agarré el pequeño crucifijo plateado que portaba oculto tras mi ropa. Solo tenía que tomarlo y mostrarlo a Mariña, diciendo que yo ya llevaba mi propia cruz. 

Solo tenía que hacer eso.

Y me salvaría. 

Rocé el crucifijo, sintiendo cómo la fría plata era ahora derretido metal. Tragué saliva. Respiré hondo. Y de un tirón, arranqué la cadena de mi pecho y la arrojé a la lejanía mientras sentía que la muerte me abrazaba. Sumido en el más profundo dolor, tomé la cruz de Mariña en mis manos, a sabiendas de lo que ello significaba…

En un solo segundo, comprendí cuánto la amaba, y a la vez, que no volvería a verla… jamás. 

El mundo se tornó distinto, cayendo en un abismo del que me pareció haber salido a la siguiente mañana, al despertar en mi cama con Mariña a mi lado, abrazada y desnuda. Igual solo había sido una pesadilla, pensé en un instante de alivio inmenso, hasta observar en los pies de mi amor el barro y las hojas secas, y al tocar mi pecho desesperado, sintiendo el vacío que había dejado el pequeño crucifico de plata que antaño me entregó tía Aldara. 

Al quinto día de aquella noche infernal, mi corazón dejó de latir.  

No he vuelto a sentir soledad. Solo olvido, relajación y hambre. Mucha hambre. Hambre de almas ingenuas e incrédulas… como la tuya. 

Y al fin he comprendido el significado de mi nombre: Anxo, el mensajero.

He aquí mi mensaje…

«Guárdate de la Santa Compaña…»

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